La mañana en que el cuarto debate del proyecto de salud mental alcanzó su desenlace, la plenaria del Congreso vibraba con una mezcla intensa de tensión y esperanza. Cuando se escuchó el último “sí”, un silencio emocionado cedió paso a gestos de triunfo: en ese momento, congresistas comprendieron que nacía una nueva visión de bienestar en Colombia.

La representante Olga Lucía Velásquez, autora del proyecto, marcó un hito histórico. Su voz resonó al afirmar que la verdadera revolución consiste en cambiar el enfoque de la patología hacia la promoción del bienestar y la prevención. Recordó que los intentos de suicidio han representado un costo cercano a los US $56 500 millones en la última década, y que ese dolor exigía una respuesta preventiva, no paliativa.
Horas más tarde, al caer la noche, la noticia llegó a las calles de Bogotá. educadores, jóvenes, madres y líderes comunitarios celebraban el paso legislativo como la apertura de un camino. La redacción de la ley más allá del texto aprobado, abrió una puerta para desarrollar consultas directas con psicólogos, impulsando redes mixtas público‑privadas, se habló de la creación de una subcuenta presupuestal exclusiva para salud mental —una garantía de recursos priorizados y sostenibles—.
Mientras la ciudad descansaba, en redes sociales surgió un pulso de análisis y críticas, las respuestas fueron el espejo del sentir colectivo: “La prioridad del colombiano es conseguir la papita para vivir, atender esos temas de salud mental cuestan y bastante. Y en las EPS son de pésima calidad. Por lo tanto, la gente se tiene que terapear por si sola buscando alternativas.”
Esa voz popular es la urgencia real de una ley que promete reconocimiento y acceso: no basta con legislar, es imprescindible transformar la vida cotidiana para que la salud mental sea una responsabilidad compartida, no un lujo lejano.


El día 25 de junio de 2025, en un acto conjunto con la sanción de la Reforma Laboral en la Quinta de Bolívar, el presidente Gustavo Petro firmó la Ley 2460 de 2025. En su intervención, advirtió que esta ley no estaba para quedarse “en el papel”, sino para vivirse en cada colegio, hospital y hogar del país.
La firma despegó un compromiso: activar la dirección de salud mental dentro del Ministerio de Salud, usar el préstamo de US $150 millones aprobado por la CAF, desplegar agentes comunitarios y estudiantes en zonas apartadas, instalar observatorios territoriales y hacer de octubre un mes de sensibilización, tamizajes y acompañamiento.
Hoy, psicólogos y líderes sociales respiran un aire de avance tangible: ya no se trata de legislar, sino de sembrar acción territorial. Se reconoce la salud mental como un derecho ineludible. En el espejo de la política pública, Colombia ve su potencial sanación, paso a paso.
Sin embargo, la verdadera celebración llegará cuando cualquier colombiano acceda a atención sin barreras; cuando una campaña escolar hable sin miedo de las emociones, ideas, críticas o denuncias; cuando las comunidades rompan el silencio.
Entonces sabremos que esta crónica, nacida en debates y promesas, habrá echado raíces en la conciencia colectiva, en el corazón del país y en la voluntad de sus dirigentes.